El pobre Gran Estado colombiano
Finales de mayo en Bogotá. Segundo año de pandemia. El sol sale más a menudo que hace un mes, pero no lo suficiente. Los días pasan ligeros, solitarios. La ciudad está enrarecida, más triste que de costumbre. Y vacía. Sombría. Uno que otro valiente se sienta en una cervecería o en un restaurante. Pero son más los locales vacíos y muchos los que han quebrado.
La muerte de las estatuas aumenta el tufo a cementerio que inunda la ciudad. Los daños, los grafitis, los buses incendiados, las 53 estaciones de Transmilenio vandalizadas, inoperables… Cada cosa contribuye al ambiente espectral.
¿Salir de Bogotá? Impensable. La percepción de seguridad del país se ha ido al piso. El Ministerio de Defensa ha registrado más de 2.000 bloqueos en las principales vías del país. Cali, por citar un ejemplo, ha caído en una profunda crisis de inseguridad y violencia. Los civiles se arman. La justicia se toma por mano propia. El Estado parece no poder restablecer el orden.
El estallido social tiene todo tipo de aristas, se explica por un sinfín de razones. Desenmarañar sus motivaciones y causas profundas daría para un libro. Y sin embargo, no cabe duda de cuál fue su detonante: la reforma tributaria planteada por el gobierno.
La tributación nunca ha sido un asunto sencillo, ni aquí ni en Cafarnaúm, ni en el 2021 ni en el 3000 antes de Cristo. Mas cuando se consolidaron las repúblicas liberales, cuyos primeros exponentes fueron americanos (a excepción de la brevísima República Francesa), parecía existir una relación clara entre la tributación y la condición de ciudadanía. El ciudadano era aquel que, entre otras cosas, pagaba tributo al Estado, de ahí la importancia de que fuera propietario.
La ciudadanía entonces no se entendía como un conjunto de derechos de los que gozaban todos los habitantes de una nación por nacimiento, y por los cuales debía velar el Estado. La ciudadanía se entendía como un privilegio que sólo ganarían quienes fueran merecedores de ella.
¿Y cómo se podía entonces ganar la ciudadanía? Inicialmente, prestando servicio militar. De ahí que las revolucionarias francesas de los siglos XVIII y XIX quisieran portar armas: creían que así se les permitiría ser ciudadanas. Pero también se podía ganar educándose y pagando impuestos.
Así, la Constitución de 1821, establece que: “son deberes de cada colombiano […] contribuir a los gastos públicos, y estar pronto en todo tiempo a servir y defender la Patria, haciéndole el sacrificio de sus bienes y de su vida, si fuere necesario”[1], y el Archivo Legislativo del Congreso, dictamina que para poder votar se debe, entre otras cosas “saber leer y escribir, [y] poseer alguna propiedad [o en su defecto ser] el ejecutor de algún oficio, profesión, comercio o industria”[2].
Pero como sabemos, esta ciudadanía ganada de los primeros años de la República, iría ampliándose, y el concepto de ciudadanía se transformaría, pasando de la idea de un sujeto que contribuye a la nación y que por ende goza de una serie de derechos, a la idea de un sujeto que nace con una serie de derechos que deben ser garantizados por el Estado.
Esta profunda transformación en el concepto de ciudadanía se puede trazar de manera clara en la evolución constitucional de Colombia, desde la Constitución de 1821 hasta la Constitución de 1991, carta que, entre otras cosas, decretó riqueza para todos los colombianos, lo que ha implicado un incremento extraordinario del gasto fiscal y ha obligado al Estado a hacer todo tipo de reformas tributarias para mantenerse a flote y para poder cumplir con la efectiva implementación de los derechos ahí planteados.
Pero el meollo del asunto está en que en nuestros tiempos la relación entre tributación y ciudadanía se ha desdibujado. Entonces, nos encontramos ante la paradoja de una población que reclama los tantísimos derechos económicos y sociales que se le atribuyen en la Constitución del 91, pero que no tiene claro qué papel juega en la posibilidad de que el Estado pueda proveer esa enorme cantidad de bienes y servicios.
Así las cosas, mis queridas y queridos conciudadanos, estamos lejos de solucionar la crisis social. Y es que estamos ante una ciudadanía que reclama un Gran Estado, pero que no está dispuesta a financiarlo.
Bibliografía:
- “La Constitución de 1991 y sus implicaciones en materia tributaria y de equidad. Una aproximación a la medición de la progresividad en Colombia”, Mauricio López, et. al. Perfil de Coyuntura Económica No. 17, agosto 2011, pp. 51-71. Universidad de Antioquia.
- “La Ciudadanía y los otros, en la primera mitad del siglo XIX en Colombia”, Leonor Perilla Lozano. Trabajo Social N.º 19, enero-diciembre 2017, ISSN (impreso): 0123-4986, ISSN (en línea): Bogotá. Disponible en: http://www.scielo.org.co/pdf/traso/n19/2256-5493-traso-19-45.pdf
[1] Sección segunda art. 4º.
[2] Senado de 1821-1822 en los Originales de Actas.